martes, 26 de agosto de 2014

El misterioso gato negro.

Aquella noche me desperté entre ruidos y golpes –malditos vecinos- pensé. ¿Qué estarán haciendo a estas horas de la madrugada?
Me levanté de la cama y mientras andaba pude ver mi reflejo en aquel viejo espejo. Lleno de ojeras y cicatrices, así estaba.  Mi cara seguía siendo horrible a altas horas de la noche. Peiné mi  pelo con desgana y me dirigí al balcón del lúgubre piso.  Me asomé,  y el ruido desapareció de un momento a otro. La noche seguía siendo tan fría como siempre, aunque no demasiado, ya que en invierno es imposible dormir con la ventana abierta. Tras el duro día que había pasado, decidí sentarme en la cama a pensar. Apoyé la cabeza sobre mi brazo y cerré los ojos. Intentaba evadirme, ya que mi cabeza estaba llena de batallas en la que los escudos y las lanzas ya estaban por los suelos. Al menos dormir me calmaba. Qué triste me parecía tener que dormir para poder evadirme de toda la mierda que me rodeaba.
Desde hace meses el alcohol dejó de curarme las heridas, mi boca solo sabía a metal pesado, a recuerdo que aun no había sido superado. Suspiré con fuerza mientras llevaba mis manos a la cabeza.
 –Necesito salir- pensé. No soy capaz de dormir, no soy capaz de lidiar contra un maldito recuerdo. Y  éste se ríe de mí cada vez que deambula por mis pensamientos suicidas.
Inútil, débil- murmura entre risas-. ¿Dónde quedó tu odio, Pablo? ¿Dónde está “el inquebrantable”? ¿Ya le has perdido? Débil…
-Se acabó, Pablo- me dije a mi mismo con rabia. En ocasiones una parte de mí se apodera de mi inestable cabeza, al parecer aquellas murallas que levanté se habían caído a mis pies. Ruinas, solo quedaban restos de lo que una vez fui.               
Finalmente, cogí mi vieja chaqueta gris y me dirigí hacia la puerta. Sabía que era muy tarde, que mañana trabajaba,  pero mi solitaria alma necesitaba vagar una vez más por las sucias calles de París. Desesperanzado busqué un cigarro entre los deshilados bolsillos de la chaqueta,  aunque no encontré nada, sólo anotaciones y papeles arrugados que contenían aquellos relatos que escribí días atrás. No necesitaba nada del otro mundo. Solo quería  pasear  y observar las luces que iluminaban la gran ciudad.
Me recordaba tanto a ti… nosotros fuimos capaz de brillar, pero mucho más que la torre Eiffel, porque nosotros no solo iluminábamos la ciudad, sino el mundo entero.
-Eso se acabó- me reproche a mí mismo. Era inútil pensar en aquellos años atrás, aunque fue bonito hacer de Paris nuestro pequeño paraíso terrenal. Como disfrutaba viéndote despertar cada día entre aquellas sabanas blancas con olor a vodka. Fue bonito verte despertar cada día con esa camisa negra que llevabas puesta cuando te ibas a dormir. Nunca fue fácil desprenderse del alcohol que poseían tus labios cuando perdíamos la cabeza en cualquier bar. Nos perdíamos para encontrarnos. Entre risas y abrazos, entre llantos y versos ebrios que salían de tu dulce boca,  porque para mí, aunque estuvieran algo locos siempre fueron la melodía perfecta para mis oídos. 
Seguí andando por la ciudad, las calles seguían tan solitarias como siempre, ningún humilde transeúnte se atrevía a pasear a altas horas de la madrugada.
- Solo quedamos los locos- dije mientras miré el tatuaje que tenía en mi muñeca izquierda.  Sé que nunca os he hablado de él.  En realidad, todavía no sabéis nada de mí, porque este es el principio de mi gran historia. Aún así, necesitáis conocer el significado para entender mi batalla perdida. Una batalla que aún está latente, porque el fuego que hay en ella es demasiado intenso como para apagarse.
Cuántas locuras se cometen por amor, Pablo- dijo un día mi madre mientras miraba aquellas fotografías por Nueva York con mi padre-.
Al principio no quise entender que era el amor, no quise profundizar en aquel laberinto lleno de espinosas rosas. Sabía cómo era mi madre con sus estúpidas utopías. Nunca creí en ello, ya que desde muy niño me vendieron la vida como un regalo, como algo que estaba envuelto en papel de color. Y me encontré con un mundo que aparentemente no parecía un infierno,  aunque los demonios si estaban presentes.
Rápidamente volví a mí ser, y con cierta delicadeza pasé mi dedo por la silueta de aquel gato negro.  Suspiré con fuerza una vez más y me tragué la bilis, que convertida en un triste recuerdo me quemaba la garganta más que nunca. Nunca creí en la suerte, porque mi vida siempre había sido como una ruleta rusa. Salvo que en este caso, dentro de mi vida hubo demasiados problemas que hacían de mortíferas balas. Volví a mirar el tatuaje y levanté la mirada hacia arriba. Le pude ver delante de mis ojos.
 ¿Estaba delante de mí o simplemente se trataba de un producto de mi estúpida imaginación? Mi mente me atacaba constantemente haciéndome creer que le veía en cada rincón de la ciudad.
 –Me estoy volviendo loco- gritaba con fuerza. Aún así, él seguía detrás de mí, notaba su respiración quemándome el cuello. Era tan agradable que podía notar la calidez que su propio aliento desprendía.  Llevaba una camisa negra ajustada, y sus pantalones seguían siendo aquellos vaqueros rotos que le regalé cuando fuimos a Madrid. Me miro a los ojos, y vi como se acercaba hacia mí lentamente.
 –Para, por favor. No te acerques-.
Rápidamente, noté sus cálidos dedos subiendo por mi desnuda espalda. En ese momento el pánico me ato entre sus frías cadenas. El dolor que estas me provocaban no cesaba. El hielo que corría por mis venas se había vuelto tan frio que temía romperme si movía un solo músculo de mi cuerpo.
 Preso del miedo decidí salir corriendo por las calles de la ciudad. Me faltaba la respiración, a cada minuto que pasaba mis suspiros eran más intensos. No sé de qué estaba huyendo, si de él, o de un simple recuerdo que llevaba meses persiguiéndome.
-Joder, le añoras, deja de decir tonterías-  me decía el interior de mi cabeza.
En aquel momento recordé nuestra primera noche juntos en aquel viejo piso de Madrid. Recuerdo como sus ojos se fundieron con los míos. Su mirada nunca fue tan fría como la mía, ésta te envolvía en un dulce sueño del que a veces no querías despertar. Recuerdo cuando cogió mi mano y me susurro al oído aquella frase:
Eres mi gato negro preferido. Aunque tengas el don de la mala suerte y hayas disuelto tus siete vidas en alcohol de mala muerte, sabes de sobra que nunca has sido mi ruina, sino mi maldita suerte”.
Tú mirada no será felina, pero tus ojos son misteriosos, como la niebla cuando oculta una ciudad entera. Oscuros como la noche y fríos como las primeras madrugadas de invierno, así son tus ojos. Además, no hablemos de tu carácter. ¡Oh, misterioso gato negro!-decía con su tono sarcástico- deja de pasearte por las sucias calles maullando a la triste luna llena. Ella no está dispuesta a menguar cada noche para acunarte. Por eso, abandona tus afiladas garras y deja de arañar cicatrices que nunca sanarán. Para eso siempre está el vodka y el humor, así que vámonos de copas que demasiada poesía te he regalado ya por hoy.
Nunca volverá, le abandoné a los pies de una lapida de piedra en un escalofriante cementerio.Y esos hipócritas siguen llenando su tumba de hermosas flores blancas. Me destroza el alma, pero al menos hacen juego con su arrugada camisa negra.
No sería un artista de los pies a la cabeza, pero me vendió su arte y yo me entregué a él. Me aferré a un clavo que nunca dejó de arder por mucho frío que recibiera.  Cada día regalaba poesía con sus dulces palabras. Hizo de mi vida una gran estrofa llena de versos.

Fue un loco enamoradizo de las calles de Montmartre, por eso, siempre fue y siempre será ‘mi poeta favorito de Paris’.